29 de marzo de 2017

Ojos Que Sí Ven, Corazón Que No Siente


Les comparto el mensaje que tuve la oportunidad de predicar este domingo recién pasado en mi iglesia local. El pasaje base se encuentra en Juan 9:1-41.

Desde la sanidad hasta los fariseos


Este pasaje está sin duda lleno de pistas sobre temas importantes que podríamos tomar para reflexionar, pero nuestro objetivo en esta mañana está al final. Recorramos de todas maneras la escena, para comprender el contexto en que nos moveremos.

Es día de reposo en Jerusalén, y mientras Jesús transita se encuentra con un ciego de nacimiento. Si bien la ceguera no era un tema extraño para ese entonces (recordemos que no es la única ocasión en los Evangelios donde Jesús se encuentra con una persona con esta dolencia) en este caso particular el hombre no tenía ninguna esperanza de volver a ver, pues esta clase de ceguera era considerada incurable ("Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego", v. 32). Sin embargo, el Señor ha decidido sanarlo para Su gloria, y lo hace a través de un método que a nosotros nos parece extravagante, por no decir otra cosa. No obstante, la saliva como medicina también tenía sus precedentes en ese contexto histórico según indican algunos registros romanos y judíos, y era utilizada más comúnmente de lo que pudiéramos imaginar. Sin embargo, después de la sanación entran en escena los fariseos, líderes religiosos que investigan el incidente muy probablemente porque todo fue hecho durante el día de reposo, y por lo tanto, hubo un quebrantamiento del mandamiento de Dios en ese sentido (aunque la ley de Moisés no lo especificaba, los fariseos tenían tipificada la unción de los ojos con saliva como algo especialmente prohibido en el día de reposo. Para ellos, ninguna obra de sanidad podía ser realizada en día de reposo excepto en casos de urgencia. También el hacer barro, y el viajar largas distancias fuera del hogar, como lo hizo el ciego al ir al estanque, estaban catalogados como quebrantamiento del día de reposo por los fariseos. Probablemente toda la acción de sanidad fue una gran transgresión del sábado). Los líderes religiosos ponen en tela de juicio al ex-ciego y lo terminan echando del recinto por afirmar que Jesús era un profeta, pero finalmente es encontrado por el Señor, quien le revela la verdad sobre Él.

Es casi al llegar al final del episodio que nos detenemos a reflexionar en lo que dice Jesús. En presencia de los fariseos, y como lo ha hecho en otras ocasiones, Él traza un paralelo entre lo que ha ocurrido en el plano físico y lo que ocurre en el plano espiritual. En Juan 4 lo vimos pidiéndole agua a la mujer samaritana, pero el foco de la conversación pasó a ser el tema del agua de la vida eterna; y mientras que Sus discípulos insistían en que se alimentara, Él respondía con la afirmación de que Su “comida” era hacer la voluntad de Dios. Ahora, Él aprovecha la oportunidad de tomar este milagro como base para su enseñanza, y señala que así como sucedió que alguien pasó desde la ceguera a la vista en el sentido físico, también existen otros dos procesos que son desencadenados por Su presencia en el mundo: el que ocurre en personas como el ciego, quien pasó desde la vista a la ceguera en el sentido espiritual, y el que ocurre en personas como los fariseos, quienes transitan en el sentido opuesto, desde la vista hasta la ceguera espiritual.

¿De qué se trata esta clase de ceguera? Considerando que la dolencia física consiste en la falta de visión, es decir, en la incapacidad de distinguir o comprender el mundo físico visible, podríamos decir que su equivalente espiritual es la incapacidad de distinguir o comprender a Dios y todas las verdades que giran alrededor de Él, incluyendo la verdad sobre la condición espiritual de uno mismo.

Quizás nosotros estamos acostumbrados al concepto de fariseo como alguien que es prácticamente la definición de ciego en este sentido, pero es probable que a muchas personas de su tiempo les haya desconcertado o descolocado las afirmaciones de Jesús sobre esta discapacidad de los líderes religiosos. Pensando en quién es un fariseo, en su tiempo quizás fue una contradicción de términos.


El perfil de un fariseo


La primera referencia a los fariseos la encontramos en el periodo intertestamentario (lo cual obviamente explica que no sean mencionados en el Antiguo Testamento). Este grupo nace como respuesta a un mundo judío que estaba siendo cada vez más helenizado, es decir, que cada vez tenía más influencia de la cultura griega que era dominante en los primeros siglos a.C. En medio de esta modernización, ellos se levantaron como israelitas que querían mantener sus raíces y legado espiritual sin esta contaminación extranjera, y es por eso que en algún momento reciben el apodo de perusim (heb. “separados”), por su práctica de apartarse de las cosas impuras que señalaba la ley de Moisés y de las personas que vivían corrientemente. De aquí nace la palabra fariseo.

Un fariseo del siglo primero era alguien que se distinguía del resto del pueblo por ser letrado y tener una enseñanza formal, pero esencialmente, un buen fariseo se destacaba de otras personas por su celo y su pasión por la ley del Antiguo Testamento. Ellos consideraban que su misión era precisamente ser guías espirituales del resto de la gente, y por eso estudiaban cuidadosamente los libros de Moisés, interpretándolos y adaptando su enseñanza a las necesidades cotidianas del pueblo. Su énfasis estaba más en la ética y en la práctica que en la teología, y ahí es donde residía su principal fortaleza, pues su celo los llevaba a ser estrictísimos en guardar la ley y el resto de las enseñanzas que se basaban en ella. Pablo se consideraba a sí mismo como intachable con respecto a la ley durante su vida de fariseo (Filipenses 3:4-6) y el mismo Jesús reconoció lo minuciosos que eran en cuanto a su obediencia exterior (Lucas 11:42a). Su pasión también los hacía evangelistas de la religión judía, recorriendo “cielo y tierra” -como señala el Señor- para hacer un nuevo discípulo (Mateo 23:15). Por estas razones, no resulta extraño que hayan sido admirados por la gente, y que se les diera lugares de privilegio en las cenas, en las sinagogas, y se les honrara como maestros donde estuvieran (Mateo 23:6-7).

Si tuviéramos un fariseo dentro de nuestra iglesia hoy en día probablemente lo tendríamos considerado como el mejor cristiano entre nosotros: conocería la Biblia como nadie, pasaría orando más tiempo que cualquiera de nosotros, sería predicador, maestro de Escuela Dominical y sería un diezmero sistemático; tendría un record perfecto de asistencia a todas las actividades, probablemente también sería miembro de la Junta de Oficiales, tendría un cargo en la Iglesia a nivel distrital o nacional y un comportamiento intachable en todo cuanto pudiéramos ver. Sería muy exigente consigo mismo en su actuar, y sería incansable en buscar que sus hermanos también se comportaran de acuerdo a las enseñanzas bíblicas. En resumidas cuentas, sería nuestro ejemplo de madurez cristiana.

En este contexto es que los comentarios de Jesús caen como un balde de agua fría para las personas que tenían en alta estima a los fariseos, y quizás nos sorprenderían a nosotros hoy día si el Señor dijera lo mismo de algunos hermanos que consideramos consagrados. ¿Cómo entender que una persona así, tan celosa de las cosas de Dios, pueda estar tan ciega?


¿Cómo puede un fariseo ser ciego?


Jesús nos da la respuesta en uno de Sus discursos más encendidos en Mateo 23:1-36, donde acusa y reprende duramente a los escribas y fariseos. Su crítica muestra que la ceguera de ellos no proviene primordialmente de sus “ojos” espirituales, es decir, no comienza con un mal aprendizaje de la ley. El problema proviene de su corazón y de su actitud. No es la falta de conocimiento, sino la falta de fe verdadera.

Como lo diríamos los matemáticos, el conocimiento y la obediencia a la ley de los fariseos son condiciones necesarias, pero no suficientes para tener vista espiritual; en otras palabras, estas cosas son requisitos, pero no son los únicos requisitos de una vida de devoción. De hecho, dice Jesús, ellos dejaban de lado el requisito más importante, que era la actitud del corazón que debía acompañar al entendimiento y la práctica de la ley: justicia, misericordia y fe (v. 23).

Este problema del corazón era la ruina de los fariseos, porque finalmente toda su excelencia estaba salpicada de hipocresía y de orgullo. Este pasaje lo ilustra muy bien, mostrándonos como ellos prefieren cerrar sus oídos a la verdad antes que admitir que un hombre humilde tiene la razón sobre Jesús. Y como lo vemos más adelante en los Evangelios con su trato hacia Jesús, quienes se supone que debían ser la elite espiritual de Israel estaban entre los hombres más perversos y crueles que había. Por eso, Jesús los reprende con justa razón, repitiéndoles cinco veces Su diagnóstico de ceguera espiritual (vv. 16, 17, 19, 24, 26).


¿Cómo está nuestra propia vista espiritual?


¿Es posible para nosotros los cristianos ser tan ciegos como los fariseos? La respuesta no es tan sencilla, en realidad. En estricto rigor, un cristiano nunca podría llegar a ese nivel ya que Dios, por Su gracia, le ha regalado la luz interna del Espíritu Santo. Un cristiano es por definición, alguien a quien le han sido abiertos los ojos, que ha pasado de la oscuridad a la luz (Hechos 26:18).

Por otra parte, somos tan humanos como los fariseos. Ellos también tenían una fuente de luz en la Palabra de Dios, que a pesar de ser externa y no interna como el Espíritu, era una guía para el caminar, como lo expresa el salmista (Salmos 119:105). A pesar de eso, se volvieron ciegos. El problema es que las causas de su ceguera, como la hipocresía, el egoísmo, la avaricia y el orgullo siguen estando en nosotros, pues forman parte de la naturaleza humana con la que todos nacemos. Por eso, no debería sorprendernos si a veces en la vida tropezamos porque nuestra visión espiritual está borrosa: podemos sufrir los mismos problemas al corazón que los fariseos, aunque las consecuencias no sean tan graves.

El Nuevo Testamento da testimonio de esto, mostrándonos al menos un pasaje donde la misma Iglesia presenta una actitud de fariseo. Si viajamos hacia el final de la Biblia, nos encontraremos con la descripción de la iglesia de Laodicea, en Apocalipsis. El diagnóstico de Jesús es certero: esto es un caso de ceguera espiritual. “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas.” (Apocalipsis 3:17-18)

El (anti)ejemplo de los fariseos es el que debemos tomar en cuenta en esta hora, porque es el que cuadra con nuestra posición. Nosotros no estamos en la posición del ciego, preparados para recibir la vista al conocer al Señor, sino en la posición de los fariseos, quienes se supone que ya tenemos la vista, pero corremos el riesgo de que las actitudes de nuestro corazón nos cieguen. Si no estamos en comunión con Dios, no sólo es posible, sino que es fácil llevar una vida farisaica, de conocimiento sin amor y obediencia sin fe.

¿Qué podemos hacer? Paradójicamente, la mejor actitud en esta situación es la que tuvo el ciego de nacimiento. En todo momento fue humilde, sincero y -creyendo que Jesús era un profeta de Dios- estuvo dispuesto a creer en la persona que Él indicara como el Mesías. Su corazón estaba dispuesto a tener fe. Esto calza perfectamente con la parábola del fariseo y el publicano narrada por Jesús en Lucas 18:9-14. El fariseo tiene el comportamiento correcto en lo exterior, pero también un corazón lleno de orgullo que le impide ver su verdadera condición. El publicano es un pecador a todas luces, pero lo sabe y se aferra a la misericordia de Dios. ¿Quién es el ciego, y quien tiene la vista en este relato? Claramente, aquel que tiene la actitud interior correcta de humildad y de fe.

Si en este día las actitudes de los fariseos como el orgullo espiritual, el menosprecio por las personas que no se comportan como nosotros, la terquedad cuando se nos confronta con nuestros propios errores, el tener una imagen divina de nosotros mismos aún siendo pecadores; si todo lo que nos importa es tener una apariencia de piedad mientras nuestra vida espiritual personal es un desastre; si actitudes como estas nos suenan demasiado familiares, es momento de cambiar el enfoque, y reconocer que no estamos viendo claro, que tenemos problemas de vista espiritual. Una vez que asumimos esto, y tomamos la actitud de humildad y fe del ciego, ya estamos en un mejor pie para recibir nuevamente la vista de parte del Maestro. Si en esta mañana nos hemos dado cuenta de nuestra ceguera, una buena oración es la que nos enseña aquel himno que algunas veces cantamos:


Yo soy pecador
Nada hay bueno en mí
Ser objeto de Tu amor
Deseo y vengo a Ti




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