"Todos dicen que el perdón es una idea maravillosa, hasta que tienen algo que perdonar" – CS. Lewis
El perdón es algo que incluso nuestra sociedad actual, tan perdida con sus valores, sabe que es bueno y deseable. No obstante, es cuando llega la hora de perdonar que nos damos cuenta de que no es un asunto tan fácil. Se requiere más que una simple frase, o tener la voluntad de dejar las cosas atrás. De hecho, ni siquiera la empatía o la compasión son suficientes por sí mismas, porque hay momentos en que simplemente no podemos entender las motivaciones de quienes nos han ofendido. Se necesita más que eso.
Puedo comprobar este costo en mi propia experiencia personal cada vez que me sorprendo a mí mismo poniéndome de mal humor al recordar algún momento desagradable del pasado. En estos casos, me doy cuenta de que el malestar sigue vigente porque tomé la opción fácil -ignorar la situación- en lugar de la costosa -perdonar.
Varios profesionales no cristianos se han dado cuenta de los beneficios que tiene perdonar para la salud, pero nuestra motivación como cristianos va incluso un paso más allá que nuestro propio bienestar: debemos perdonar porque es lo que nuestro Dios desea de nosotros.
En el Antiguo Testamento ciertamente no existía esta preocupación por el tema de las relaciones personales y el perdón, pero el Nuevo Testamento cambia este enfoque. Fue Jesús quien le enseñó a Pedro que no bastaba perdonar a su prójimo siete veces, sino que debía hacerlo aún setenta veces siete, lo que simbólicamente vendría siendo algo como “todas las veces que sea necesario” (Mateo 18:21-22). Fue el mismo Señor quien también enseñó a Sus discípulos a perdonar mientras oraban pidiendo el perdón de Dios (Mateo 6:12). Y fue el Señor, a través de las cartas inspiradas de los apóstoles, quien siguió hablando a Sus iglesias acerca de este mismo tema. Así que, considerando este énfasis que Dios ha puesto, vale la pena reflexionar sobre el perdón y su costo.
¿Por qué es tan difícil perdonar?
Recuerdo haber aprendido una de las lecciones más importantes sobre el perdón a través de un sermón sobre la parábola de los dos deudores (Mateo 18:23-35). El pastor hizo énfasis en un punto muy curioso: el hecho de que el rey perdonara la deuda del siervo no solucionó en lo más mínimo esta deuda. Efectivamente, la misericordia del rey no hizo aparecer mágicamente la gran cantidad de dinero que faltaba en la tesorería real. El perdón de este gobernante tenía una aspecto adicional: él estaba dispuesto a pagar el costo de esta deuda “de su propio bolsillo”, o por lo menos, a asumir la pérdida con todas sus consecuencias.
A la luz de esta ilustración de Jesús, nuestra experiencia con el costo del perdón tiene mucho sentido: perdonar es difícil porque implica un costo: cada ofensa provoca una especie de “deuda” de dolor, enojo, vergüenza o tristeza que entrará en nuestra contabilidad hasta que hagamos algo con ella. Es posible ignorar esta deuda, pero el registro nos molestará cada vez que lo veamos. También podemos escoger el camino de la justicia, y exigir que el ofensor nos compense con su propio dolor, una filosofía que da origen a los insultos, las palabras hirientes y las ideas de venganza. Fuera de estas, lo que nos queda es esperar alguna muestra de arrepentimiento, o algún punto de empatía que nos ayude a tomar la misma clase de decisión que el rey de la parábola: asumir personalmente el dolor y el enojo causados y dejar libre a nuestro ofensor, aunque como dijimos, no siempre tenemos estas cosas para aliviar la carga. En mayor o en menor medida, el perdón siempre nos va a costar, porque así son las deudas.
En este punto, es interesante notar cómo el Señor confirma esta idea de las ofensas como deudas usando precisamente esta misma palabra en el pasaje de Mateo donde enseña el Padre Nuestro. Tanto este versículo como el verdadero sentido de la parábola de los deudores (donde el rey representa a Dios) nos enseñan que no solo somos deudores entre nosotros, sino que todos somos deudores de Dios, porque le ofendemos con nuestros pecados.
Perdón al estilo Dios
Entre los textos de las cartas que hablan sobre el perdón, hay uno que es especialmente importante de considerar, porque cambia el centro de nuestra atención desde el costo de nuestro perdón, al de Dios.
“Sean bondadosos y misericordiosos, y perdónense unos a otros, así como también Dios los perdonó a ustedes en Cristo” (Efesios 4:31-32, RVC)
Para entender lo que Pablo nos está diciendo aquí tenemos que alejar un poco el zoom, y preguntarnos ¿Cómo es que Dios nos perdona? Curiosamente, hay más de una respuesta posible.
La Biblia habla del perdón de Dios al menos en dos maneras distintas. La primera es la que podríamos llamar el perdón relacional de Dios, porque sucede en el contexto de nuestro caminar diario con Él como Padre. Encontramos esta clase de perdón en textos como la porción del Padre Nuestro que hemos visto, y otros como Lucas 6:37, Santiago 5:15 o el conocido 1 Juan 1:9. Una de sus características distintivas es que su tiempo puede ser presente o futuro, pero siempre en un sentido continuo, porque toma lugar cada vez se lo pedimos a Dios en actitud de arrepentimiento, y provoca cada vez una renovación de limpieza y comunión con Él. En segundo lugar, siempre está relacionado con un pecado, o un grupo de pecados en particular, que es posible identificar, y que son los que se confiesan. Una tercera característica, un poco inquietante, es que Dios puede retenerlo como hemos visto: el perdón relacional está condicionado no sólo a nuestra confesión, sino también a la medida en que nosotros perdonamos a otros (Mateo 6:14-15).
Una segunda forma de perdón, distinta a la anterior, es la que podemos llamar perdón judicial, porque ocurre en un contexto donde el hombre todavía no está delante de Dios como su Padre, sino como su Juez. Pasajes que hablan de este perdón, por ejemplo, son Hechos 26:18, Efesios 1:7 y Colosenses 2:13. Podemos reconocer que la Biblia habla de esta clase de perdón cuando ocupa un lenguaje singular y absoluto (“el perdón de los pecados”, “todos los pecados”) o un tiempo pasado perfecto, es decir, con un final definido en algún momento (“les perdonó”, "nos ha perdonado"). El perdón judicial habla de la obra única, perfecta y terminada de Jesús en la cruz, lo cual nos dice también que es incondicional, pues fue llevada a cabo por la voluntad y gracia del Padre.
Volvamos a nuestro versículo de Efesios. ¿De qué perdón está hablando Pablo en este caso? El lenguaje general y el tiempo del verbo nos indican que es una acción única y finalizada. Es perdón judicial. Es en esta clase de perdón, entonces, que debemos inspirarnos para perdonar. Y, en efecto, no hay otro modelo mejor, porque el perdón de Dios en la cruz es el ejemplo por excelencia de alguien que tuvo que asumir el costo del perdón Él mismo.
A precio de sangre
Sí, el perdón de Dios también se trata de una deuda que tuvo que ser aceptada, de una pérdida que tuvo que ser asumida, y un dolor que tuvo que ser abrazado. La gloriosa paz que tenemos al ser justificados por la fe en Jesús (Romanos 5:1), sólo es posible porque su precio fue pagado antes por el mismo Señor: “El castigo de nuestra paz cayó sobre Él” (Isaías 53:5)
¿Cuánto cuesta pagar la ofensa de cada pecado, de cada persona, de cada lugar, de cada momento de la historia humana? ¿Es posible imaginarse el tamaño del océano de maldad que forman cada mentira, cada burla, cada abuso a un inocente, cada traición, cada violación, cada asesinato, cada genocidio, puestos delante de un Dios bueno, Santo y justo? La cruz nos da una pequeña muestra del costo de pagar toda esa deuda. Podemos ver la sangre del Señor siendo derramada en medio de la agonía de la asfixia, el dolor de los clavos, el ardor de los músculos que se desgarran, la sed que desespera, pero eso es sólo lo visible. ¿O creemos nosotros –como nos pregunta el pastor David Platt en su libro Radical– que el castigo limitado de hombres injustos, con instrumentos materiales, podía cubrir perfectamente la deuda de pecado que tenemos con Dios?
No, el costo representado por la sangre no sólo corresponde al castigo físico, sino también al quebrantamiento espiritual que Jesús sufrió por nuestra causa. Esa copa llena de la ira y la justicia divina, cuya sola imagen le había causado tanta angustia como para sudar gotas de sangre en Getsemaní, el Señor la bebió entera en la cruz. Nuestro perdón costó el más alto precio que jamás alguien pagó.
Siervos perdonadores
Toda esta vuelta por lo que significa el perdón de Dios apunta a un solo objetivo: que aprendamos la lección que Jesús quiso enseñar con su parábola de los dos deudores: el rey te lo ha perdonado todo, aun cuando le costó la sangre de su propio hijo hacerlo. No vayas tú a terminar ahorcando a otra persona porque te molestó su actitud a la hora de almuerzo.
Fuera de broma, las palabras del rey en la historia probablemente representan lo que Dios desea para nosotros: Yo te perdoné, y asumí el dolor insoportable que costaba ese perdón en la cruz. Espero que tú hagas lo mismo por otros, sabiendo que el dolor será mucho menor, y mucho más fácil de cargar. Y con lo duro que puede ser a veces, si perdonas a otros, podrás ver el perdón de la cruz fluyendo en tu vida en abundancia, limpiando todo lo malo y acercándote a una relación más cercana conmigo.
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