Hoy la lectura del Evangelio nos lleva al último discurso de Jesús en el Aposento Alto, en el instante en que Él encomienda a Sus apóstoles un nuevo mandamiento: "[Ustedes que creen en mi] ámense unos a otros". No sabemos si este mandamiento es nuevo con respecto a todas las instrucciones que Jesús les dio a lo largo de Su ministerio, o nuevo en el sentido de añadirse a los 10 Mandamientos que el Padre encomendó a Moisés en el Sinaí (lo cual es perfectamente posible, dado que el Señor no tenía problemas en manifestar Su autoridad divina en términos del Antiguo Testamento, como en la ocasión en que declaró ser "Señor del día de reposo"). Pero sí podemos darnos cuenta de que -intentando hacer una evaluación objetiva- nos encontramos deudores de obedecerlo. Hay dos áreas importantes en las que me atrevo a afirmar, estamos fallando en amar a nuestros hermanos:
La extensión del mandamiento
Nuestro primer problema con "ámense unos a otros" es que a veces cambiamos inconscientemente este mandamiento para nuestra conveniencia, y nos limitamos a amar sólo a esos hermanos que son de nuestro círculo de amistad, que piensan parecido a nosotros, y que viven una vida aceptable delante de nuestros ojos.
Esto se ve de alguna manera ejemplificado en la iglesia primitiva. El historiador cristiano Justo Gonzalez señala que "esta comunidad cristiana primordial a menudo ha sido idealizada", porque tendemos a centrarnos en lo maravilloso que resulta el hecho de que tenían todas las cosas en común, o lo increíble del poder del Señor que se manifestaba como respaldo del testimonio de los apóstoles, sin detenernos a considerar las distintas evidencias de que existía un conflicto entre esta primera iglesia (conformada por creyentes judíos tradicionales en su idioma y costumbres) y aquellos que empezaron a creer de ahí en adelante [1], como los judíos helenísticos (aquellos que eran más abiertos a la influencia extranjera), los samaritanos (gente odiada por los judíos) o los mismos gentiles (gente que no procedía originalmente de Judea, y que eran marginados por los judíos).
El libro de Hechos nos cuenta, de cierta manera, el proceso que Dios dirigió para que estos creyentes judíos lograran entablar una comunión con aquellos que creían en el mismo Cristo que ellos, pero que a pesar de eso eran diferentes a ellos. Parte de ese proceso es la historia que hemos escuchado sobre Pedro y su visión del lienzo, donde el Señor debe enseñarle a Pedro que lo que Él limpió, ya no puede ser llamado "común" o "sucio", sino que puede y debe ser aceptado como algo "limpio" y "bueno" (Hechos 11:1-18).
Tendemos a hacer esta distinción, entre los hermanos "amables" y los que no son muy "amables", porque tienen un pensamiento político, económico o social distinto al nuestro. Aquellos que votan diferente, y que se preocupan de problemas diferentes. Aquellos que tienen prioridades distintas a las nuestras, que ven la vida diferente y que reaccionan diferente. Los que visten y hablan diferente. Esta distinción se aplica incluso (o a veces, especialmente en el caso de) aquellos que, siendo cristianos, tienen una teología diferente, adoran diferente y llaman a sus iglesias con nombres diferentes. A los que danzan mientras nosotros estamos sentados, y los que se lamentan en voz alta mientras nosotros oramos en silencio.
A todos ellos tendemos a olvidarlos o a pasarlos por alto cuando llega el momento de cumplir este nuevo mandamiento; nos concentramos en aquellos con los que compartimos el redil. Pero el mandamiento tiene extensión completa; "Ámense unos a otros" no tiene cláusulas especiales. La razón es que ninguna de las diferencias que podemos percibir con nuestra vista y entendimiento naturales aplican en el plano espiritual. En esta dimensión, sólo vale el hecho de que todos hemos sido salvados por creer en el mismo Cristo, y hemos nacido espiritualmente como hijos del mismo Padre, a quién tenemos acceso por el mismo Espíritu, igual como lo tuvieron que aprender judíos y gentiles (Efesios 2:11-18). Tanto nosotros, como aquellos que son diferentes a nosotros, tenemos lo que Pablo llama en Efesios la "unidad del Espíritu":
"Así como ustedes fueron llamados a una sola esperanza, hay también un cuerpo y un Espíritu, un Señor, una fe, un bautismo, y un Dios y Padre de todos, el cual está por encima de todos, actúa por medio de todos, y está en todos." (Efesios 4:4-6).
Nosotros vemos diferencias, pero Dios ve unidad, y espera que nosotros veamos lo mismo, y nos comportemos consecuentemente con quienes son en verdad nuestros hermanos.
Ya que como metodistas siempre tenemos presente al buen Juan Wesley como referente, quizás sería apropiado contar un testimonio sobre su vida en este aspecto. Él fue amigo de un hombre llamado George -Jorge- Whitefield, a quien conoció en el "Club Santo" de Oxford. Aun cuando ambos fueron ministros y presbíteros de la iglesia anglicana, y ambos fueron misioneros en América, sus pensamientos acerca del carácter de Dios, la libertad humana y la naturaleza de la salvación eran muy diferentes. Teológicamente, Wesley era lo que se llama un arminiano, y Whitefield, un calvinista. Hoy en día, basta buscar en Google para darse cuenta de la distancia y el recelo que hay entre ambos bandos. Pero aunque estos dos hombres discutieron y debatieron fuertemente sus posturas, ellos no dejaron de cumplir este mandamiento de Cristo, "ámense los unos a los otros". Predicando en el funeral de Whitefield, Wesley terminó con esta oración, que debería ser la de todo cristiano en favor de sus hermanos:
“¡Deja [Dios] que el fuego de tu corazón se derrame en cada corazón! Y porque te amamos, amémonos unos a otros con un amor más fuerte que la muerte ¡Quítanos todo enojo, ira y amargura; toda queja y maledicencia! ¡Haz que tu Espíritu repose sobre nosotros y que desde esta hora seamos benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos unos a otros, como Dios también nos perdonó a nosotros en Cristo.” [2]
La profundidad del mandamiento
Esta oración nos lleva a un segundo punto: el significado del amor. En nuestra práctica habitual, amar a nuestros hermanos es algo que interpretamos frecuentemente como llevarnos bien, conversar un poco y sonreírnos; saludarnos al comienzo del culto y despedirnos cuando termina. Cuando hay una buena convivencia entre nosotros, podemos sentirnos tentados a afirmar que hay amor fraternal entre nosotros.
No obstante, si sólo limitamos el amor a este concepto, estaremos hablando de algo distinto a lo que la Biblia identifica como amor, aquella virtud suprema que está por encima de la esperanza y de la fe (1 Corintios 13:13), que es un camino más excelente que cualquiera de los dones espirituales y la clave para su uso (1 Corintios 12:31-13:3). Este amor, nos dice Pablo:
"es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue" (1 Corintios 13:4-8, NVI)
Cuando nuestra relación con los hermanos posea estas características, sólo en ese momento será apropiado hablar de amor fraternal.
Lo que complica todo el asunto es que Jesús señala en este nuevo mandamiento que el modelo del amor que debe haber entre los discípulos es Su propio amor por los Doce. "Así como yo los he amado, ámense". Por eso Pablo se atreve a desafiar a los creyentes filipenses, diciéndoles que ellos deben tener "el mismo sentir que hubo en Cristo Jesús" (Filipenses 2:5) en relación al amor que debían tener entre ellos. De acuerdo a esta descripción del apóstol, cuando seamos capaces de no hacer nada "por contienda o por vanagloria" (2:3) y de no sólo buscar nuestro interés "sino [...] también el de los demás" (2:4), entonces estaremos en el camino correcto para cumplir el mandamiento que nos dejó Jesús.
Nuestro modelo de iglesia, podríamos decir, se resume en "amar poco, a algunos pocos". El modelo de Jesús, en cambio, se define como "amar con todo, a todos". Pensándolo bien, no es ninguna extrañeza que el Señor nos pida esto: el cristiano es una persona que se define como un discípulo de Jesús, que aspira a seguir Sus pasos y ser como Él; más aún, alguien que por la acción del Espíritu Santo es hecho cada vez más parecido a Él (2 Corintios 3:18). Por eso, es totalmente natural que al madurar aprendamos a amar como Jesús ama, sin hacer distinción y con un amor genuino y completo. Mientras más seamos como Cristo, más amaremos a los que Cristo ama. Y dado que esta clase de amor es tan extraña e inexplicable para el mundo, tiene mucho sentido que el Señor mencione que esto será uno de nuestros mejores argumentos para demostrar al mundo que Él es real.
Amemos, no sólo a los cristianos de nuestro grupo de amistades, sino también a los que piensan, opinan y se ven diferentes; más allá de las diferencias, somos todos hijos del mismo Padre. Amémoslos a todos como parte de la familia de Dios, no sólo de palabra como dice Juan, sino con hechos y de verdad (1 Juan 3:18). Cuando lo hagamos, tendremos la satisfacción de, por un lado, estar haciendo la voluntad de Dios, y por otro, de ser más como Jesús.
Referencias
[1] Justo Gonzalez, The Story of Christianity, Volume 1 (Harper Collins, 2014, EPUB Edition), cap. 3
[2] John Wesley - Sermon 53: "On The Death Of The Rev. Mr. George Whitefield"
A menos de que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera Contemporánea (RVC). Todos los enlaces fueron accesados correctamente al día de la publicación de este post
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