"Mientras Pablo los esperaba en Atenas [a Silas y Timoteo], su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían.
Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos disputaban con él; y unos decían: ¿Qué querrá decir este palabrero? Y otros: Parece que es predicador de nuevos dioses; porque les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección.
Y tomándole, le trajeron al Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué es esta nueva enseñanza de que hablas? Pues traes a nuestros oídos cosas extrañas. Queremos, pues, saber qué quiere decir esto. (Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo.)
Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio.” (Hechos 17:16-23)
Estos versículos se explican bastante bien por sí solos. Lo que me llama la atención, en particular, es como comienza y como se desarrolla esta escena. Me sorprende el hecho de que Pablo, a pesar de estar enojado y exaltado por causa de la idolatría en la ciudad (v. 16), fue capaz de comunicarse con sus oyentes en un tono claro y respetuoso (vv. 22-23) cuando se le dio la oportunidad ¿No han estado en esa simpática situación donde, debido al calor de la discusión, han sido incapaces de darse cuenta de los mejores argumentos para defender su postura, y han terminado descubriéndolos o recordándolos horas más tarde? Bueno, a Pablo parece no haberle ocurrido.
Todo esto tiene que ver con la segunda parte de este recordatorio que estoy compartiendo con ustedes. Con todo lo desafiante que puede llegar a ser un cambio en nuestras palabras y nuestro discurso, podría decirles que esa es la parte fácil del proceso.
Lo que Pablo fue hizo en Atenas, poder comunicarse con la gente de una forma respetuosa e inteligente a pesar del enojo que tenía, requirió algo más que tener las “palabras correctas”: él demostró tener dominio de sí mismo. Demostró tener carácter. A través de estas cualidades, fue capaz de presentar el Evangelio a la altura que este mensaje lo requiere.
El mismo Jesús nos dejó el mejor ejemplo. Él demostró carácter con Sus palabras en los peores momentos:
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:21-23)
El hablar correctamente es sólo la parte exterior y “visible” de defender la fe. Las buenas intenciones y las virtudes que atesoramos en nuestro corazón, como lo veíamos en la primera parte, también influencian fuertemente qué tipo de palabras y expresiones usamos para comunicarnos (Lucas 6:45). Pero el verdadero centro del desafío es el carácter, la capacidad de estar por encima de nuestras emociones y estados de ánimo para poder hablar (incluso escribir en las redes sociales) de forma transparente y considerada, sin importar qué clase de persona esté en el lado contrario.
¿Por qué es la parte difícil? Porque a diferencia de nuestro conocimiento, el carácter no se cultiva como una aptitud meramente intelectual, sino que es el producto de una relación con Dios (Gálatas 5:22-23). Requiere mucho más tiempo y un esfuerzo superior, pero para quienes queremos prepararnos para responder las preguntas de este mundo sobre la fe, es la cualidad que puede hacer la diferencia entre defender el cristianismo a toda costa, y defender el cristianismo al estilo del cristianismo.
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