9 de septiembre de 2022

¿Cómo Construir una Relación con mi Prójimo?


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Hace algún tiempo, mientras leía un devocional del pastor Oswald Chambers, estas palabras llamaron mi atención: “La adoración y la intercesión deben ir juntas, la una es imposible sin la otra. Intercesión significa que nos levantamos para obtener la mente de Cristo acerca de aquel por quien oramos” [1]. Fue inusual para mi encontrar estos dos conceptos enlazados, dado que tendemos a hacer una diferencia entre nuestra relación personal con Dios y nuestra relación con las demás personas. Más aún, cuando pensamos en orar por otros, quizás nuestra motivación sea más bien ponernos en el lugar de aquel por quien oramos, empatizar con él o ella para orar como si su petición fuera nuestra, pero esta idea de concentrarnos en Dios y Sus virtudes (el concepto de “adoración”) fue algo nuevo para mi.

Sin embargo, bajo reflexión, podemos darnos cuenta de que ambos conceptos efectivamente están interconectados, y que lo primero (nuestra relación con Dios) va a definir lo segundo (nuestra forma de acercarnos a los demás) ya sea en este caso específico de la oración o en un sentido general. Visto de otra manera, nuestra capacidad de amar a otros se va a ver afectada por nuestro nivel de madurez espiritual y por la profundidad del amor que le tenemos a Dios, en la misma manera en que la estabilidad de un edificio depende de lo firmes que son sus fundamentos. Consideremos dos de estos fundamentos, testificados por la Biblia, que son esenciales para relacionarnos con nuestro prójimo.


El ser humano fue creado por Dios y eso le da valor


Uno de los conceptos más importantes en la Biblia es el hecho de que el hombre es un ser especial, creado por Dios como la cabeza de toda la creación, como indica Salmos 8:5-6. No sólo esto, sino que a diferencia del resto de la creación, el hombre es la única criatura que está hecha a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26-27; 5:1), y que recibió el soplo de aliento de vida de Su parte (Génesis 2:7). Esto le da un valor especial, de manera que su vida es sagrada (como refleja Génesis 9:6 y el mandamiento en Éxodo 20:13).

Si bien esto podría parecer un dato teológico abstracto, tiene consecuencias prácticas muy reales. Ya que todas las personas llevamos la imagen y la semejanza de Dios en nosotros, la forma en que tratamos a otros debe estar revestida de un cierto respeto y dignidad, si es que valoramos el significado de esa imagen. Este primer fundamento para nuestras relaciones personales se refleja claramente en la crítica del apóstol Santiago hacia quienes insultan y maldicen a otros: “Con ella [la lengua] bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios” (Santiago 3:9). Si honramos a la persona del Creador, entonces debemos tratar con respeto aquello que lleva Su imagen, Su esencia. Esto se hace especialmente importante cuando convivimos con personas que se comportan de manera incorrecta, o que derechamente están en pecado. En tal caso, bien vale lo que dijo Agustín hace siglos atrás: “No ames el error en la persona, pero ama a la persona. Porque la persona es obra de Dios, mientras que el error sólo es obra de la persona. Ama lo que Dios hizo, no lo que el hombre hizo” [2]. Tal como David respetó en dos ocasiones la vida de Saúl simplemente por ser “el ungido de Jehová” (1 Samuel 24:6; 26:9), debido al gran honor que Dios tenía delante sus ojos, nosotros debemos respetar y valorar a las personas en general, simplemente porque llevan la imagen divina en ellos. Cuando no lo hacemos, despreciando, insultando o maltratando a otros, obviamente demostramos nuestra ignorancia de este principio esencial, pero más aún, queda en evidencia nuestra falta de aprecio por el honor de Dios.


El ser humano es amado por Dios y eso nos da un ejemplo


Sumado a lo anterior, existe otra verdad que forma parte del fundamento para nuestras relaciones con otras personas: no sólo Dios ha creado al ser humano, sino que también lo ama entrañablemente, aún en su pecado. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo” es la declaración inmortal de Juan 3:16. Sin embargo, y aún reconociendo la belleza de esta gran verdad, es legítimo que nos preguntemos ¿en qué sentido se relaciona con nosotros y nuestras relaciones? Encontramos parte de la respuesta en la cita de Chambers mencionada al principio: cuando somos cristianos -y por implicación, adoradores de Dios- Su visión y Sus pensamientos se plasman en nosotros. El tener una relación con Dios nos va transformando, y esa transformación nos lleva a vivir de acuerdo a Su voluntad, a mirar el mundo como Él lo ve. En particular, una de las áreas que se ven afectadas es nuestro trato con las personas: el contacto constante con Dios y la presencia de Su Espíritu nos comunica Su amor por ellas. “El fruto del Espíritu es amor”, observa Gálatas 5:22.

Esto, nuevamente, tiene consecuencias prácticas ¿Cómo debemos tratar a otras personas en el día a día? La respuesta pasa no sólo por ver la imagen de Dios en ellas, sino también por identificarnos con el amor de Dios por ellas. Al igual que en el punto anterior, esto se vuelve complejo cuando quienes nos rodean piensan diferente, nos han ofendido o se han comportado mal con nosotros, o llevan un estilo de vida que nos desagrada. Pero la lección que algunos personajes en la Biblia recibieron fue precisamente esta: el amor de Dios, que alcanza a las personas aún en su pecado, debe ser compartido también por aquellos que son Suyos. Esto fue lo que tuvo que aprender Jonás, cuando se enojó por la misericordia que Dios le mostró a Nínive (Jonás 4), y la reprensión que los fariseos tuvieron que soportar de parte de Jesús en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32). En este último caso, como bien comentan dos estudiosos bíblicos, el relato enseña que “Dios no sólo perdona libremente al perdido, sino que lo acepta con gran gozo. Aquellos que se consideran a sí mismos como justos se revelan como injustos si no comparten el gozo del padre y del hijo perdido" [3] En nuestro caso, ¿podría decirse de nosotros que compartimos el amor y la compasión que Dios tiene para otras personas, a pesar de sus pecados y errores? ¿Buscamos sinceramente su restauración, su bienestar, su plenitud de vida? ¿O más bien somos como Jonás y el hermano mayor de la parábola, rechazándolas por su comportamiento y deseando que el castigo de Dios caiga sobre ellas? Como hijos de Dios, deberíamos reflejar Su sentir, Su corazón por las personas, porque esto es parte natural del “parecido familiar” que el Espíritu Santo produce en nosotros mediante la comunión con Él (2 Corintios 3:18; Colosenses 3:9-10). La pregunta, por tanto, es hasta qué grado cultivamos y damos lugar a esta obra.


Nuestras relaciones personales fluyen de nuestra relación con Dios


La forma en que tratamos a otros, por lo tanto, depende del grado de honor que Dios tenga ante nuestros ojos, y del grado de comunión que tengamos con Él. Tal como dijimos antes, nuestra relación con Dios tiene un impacto directo en nuestras relaciones interpersonales. Una relación plena con Dios abundará en amor por nuestro prójimo, incluso por nuestros enemigos (Marcos 12:31; Lucas 6:27-28), mientras que una relación pobre tendrá dificultades para reconocer el valor de cada persona y reflejar el amor divino hacia ellas. No es casualidad que la famosa lista de “obras de la carne” esté saturada de pecados hacia los demás (“hostilidad, peleas, celos, arrebatos de furia, ambición egoísta, discordias [...] envidia”, Gálatas 5:20–21, NTV) producto de nuestro fracaso en cultivar la obra del Espíritu en nosotros.

De esta manera, aunque la relación con nuestro prójimo es un fin legítimo y bueno en sí mismo, al mismo tiempo se transforma en un indicador de nuestra relación con Dios. ¿Qué dice el respeto que tengo hacia otros del honor que le doy a Dios? ¿Qué dicen el amor y la compasión que les extiendo a otros de mi comunión con Dios?

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Si encontramos que la respuesta no nos agrada, entonces tenemos una gran tarea: debemos sumergirnos en lo que Chambers llama la “adoración”, en otras palabras, en profundizar nuestra relación con Dios, para crecer en amor por Él y permitir que Él nos transforme y plasme en nosotros Su forma de mirar y de sentir. (Esto, de paso, nos da una lección práctica muy importante: cualquier clase de adoración que nos lleve a enfocarnos permanentemente en Dios a costa de nuestras relaciones personales es una adoración deficiente. Una adoración integral nos enfocará en Dios, pero además nos comunicará Su corazón por las personas; un encuentro con el Espíritu nos llevará inevitablemente a demostrar Su carácter -amor, paciencia, benignidad y bondad; Gálatas 5:22- a los que nos rodean).

Una vez que tengamos esta obra en nosotros, estaremos en condiciones de ir y relacionarnos con otros de la manera que Dios nos dice que debemos hacerlo. Si obviamos estos fundamentos, y tratamos de construir el amor al prójimo simplemente sobre nuestras buenas intenciones y nuestra simpatía natural, pronto nos encontraremos con nuestro edificio en el suelo, víctima de las diferencias de opinión, las ingratitudes, las decepciones, las ofensas y las heridas que nos hacemos unos a otros. En nuestras propias fuerzas, descubriremos que es imposible amar a nuestros enemigos. Sin embargo, cuando construimos sobre el fundamento de nuestra relación con Dios, el edificio estará seguro, porque el fundamento es independiente de lo que los demás puedan decir y hacer. Podemos amar a personas distintas, difíciles, incluso llegar a amar a los que nadie quiere amar, porque vemos la imagen del Dios que amamos en ellos, y porque compartimos el amor inexplicable que Dios tiene por ellos, el mismo que tiene por nosotros y a pesar de nosotros.





Referencias

[1] Oswald Chambers, My Utmost for His Highest: Selections for the Year (Grand Rapids, MI: Oswald Chambers Publications; Marshall Pickering, 1986), “March 30th”. Traducción propia.

[2] Agustín de Hipona, Sermón sobre 1 Juan 4:4-12. Traducción propia.

[3] Gordon Fee, Douglas Stuart, How to Read the Bible for All Its Worth: Fourth Edition (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2014), p. 161. Traducción propia.


A menos de que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera 1960 (RVR60)
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