En estas últimas semanas aquí en Chile, hemos experimentado uno de los movimientos sociales más grandes de las últimas décadas, un estallido que es producto del malestar de las personas por la forma en que se ha llevado a cabo el gobierno del país, y por diversas políticas, leyes y situaciones que son vistas como opresivas e injustas. Las formas más violentas de manifestación han llevado al gobierno a responder con una fuerte y amplia represión, lo cual ha provocado que quiénes están demandando cambios se resientan aún más.
Sé que no es un tema popular para hacer reflexiones. Sé que la política crea divisiones con facilidad, y que hay sensibilidades que son afectadas fácilmente. Sé que hay cristianos que prefieren huir y ponerse al margen de estos asuntos. Sé incluso que el resumen anterior no será compartido por algunos de mis hermanos, ya sea por no denunciar suficientemente fuerte la injusticia, o por avalar de alguna manera el desorden y la desobediencia. Pero a pesar de todo esto, creo que es un tema que requiere de nuestra atención como cristianos, así que, a riesgo de decepcionar a varios de ustedes... aquí va un breve intento de perspectiva balanceada.
Sí, los movimientos sociales son legítimos y necesarios
Como lo sugerí en un post anterior sobre el movimiento feminista, hay algo que viene inevitablemente de la mano con nuestra fe cristiana: un compromiso con el amor hacia otras personas. Nunca está de más repetirlo: el segundo mandamiento más importante para Jesús después de amar a Dios con todo lo que somos es el amar al prójimo como a uno mismo; este mandamiento -en Sus palabras- resume la ley y los profetas (Mateo 22:37-40; Marcos 12:33; ver también Romanos 13:8). "Como a ti mismo" implica tener compasión, y ponerse en el lugar del otro, de manera de identificarnos con su necesidad, incluso con su sufrimiento.
En este sentido, un movimiento social puede ser una expresión válida de amor y compasión dirigida a ayudar a quienes sufren por causa de la pobreza y la injusticia. Como lo hemos visto anteriormente, los llamados "derechos humanos" (el reconocimiento de la dignidad de una persona) fluyen directamente de nuestra cosmovisión teísta, en otras palabras, para nosotros los cristianos es inevitable el deber de ayudar a otros, porque cada ser humano es alguien especial y valioso por el hecho de haber sido creado a la imagen de Dios.
La Biblia, como lo hemos dicho también antes, no se queda corta al describir el interés de Dios en las personas y en su bienestar. Él es descrito como un Dios justo y bondadoso, que ayuda a quienes están en necesidad y que demanda justicia y compasión en cada área de la vida en sociedad. Esto es reflejado en abundancia en Su trato con la nación de Israel (Levítico 19:15; Deuteronomio 10:17-19; Salmos 82:2-4; 103:6; 146:7-8; Proverbios 16:11-12; 29:7; 31:9; Isaías 1:16-17; 10:1-2; Miqueas 2:1-2; Zacarías 7:9-10; Ezequiel 45:9, etc.).
Jesús -como era de esperar- no se apartó de este énfasis divino en el Nuevo Testamento, sino que lo amplió a través del concepto del Reino de Dios. La idea del Reino, como bien observa Jen Pollock Michel en su libro Teach Us To Want ("Enséñanos a Desear") previene que los cristianos pensemos en una vida cristiana que únicamente se mantiene "en espera" hasta llegar al cielo; ser creyentes implica que debemos hacer cosas aquí y ahora por la causa de Cristo. En particular, aquellos que nos consideramos Sus seguidores debemos estar comprometidos con el amor y la compasión hacia otros, como si los estuviéramos mostrando hacia el mismo Señor (Mateo 25:31-46) y buscar la justicia, la misericordia y la paz como virtudes que Él puso en alto (Mateo 5:6-7, 9).
Todo esto nos lleva a entender que los movimientos sociales, cuando son realizados dentro de los márgenes de la fe cristiana (ej.: sin hacer uso de herramientas como la violencia o la mentira) son legítimos, y en muchos casos, necesarios.
Pero no son la solución definitiva al problema
Al menos en principio, la necesidad de trabajar por el bien del prójimo debería mantenernos en constante movimiento como cristianos, pero existe otro factor muy importante que debemos tener en cuenta en este asunto, si no queremos caer en un desbalance dañino. Este factor es la naturaleza humana.
La razón por la que los movimientos sociales no son la solución total al problema de la injusticia y el sufrimiento se encuentra en lo que llamamos la doctrina de la depravación total. ¿Qué quiere decir esto? En palabras simples, esta doctrina refleja el testimonio bíblico de que la maldad tiene su origen en el aspecto interno de las personas, en su mente y corazón (Génesis 6:5; 8:21; Salmos 51:5; Jeremías 17:9; Romanos 3:9-18, 23; 7:18; Efesios 2:1-3, etc.). Por esta razón, la maldad en sus diversas formas nos acompaña a donde quiera que vamos; es inseparable de nosotros, porque está dentro de nosotros y (obviamente) es imposible escapar de nosotros mismos.
¿De dónde salen el egoísmo, la crueldad, la avaricia, el odio, la envidia, el rencor, la indiferencia, la injusticia? No vienen de una institución, aunque haya algunas instituciones que las faciliten más que otras. No vienen de una ideología, aunque hay algunas ideologías que las justifiquen más que otras. Estas cosas vienen del corazón del ser humano, sentenció Jesús (Mateo 15:19; Lucas 6:45), y por eso intentar solucionarlas con esfuerzos externos es inútil (Jeremías 13:23; Romanos 8:7). Podemos intentar limitarlas con educación, leyes y castigos, pero mientras existan seres humanos en este mundo, existirá el pecado, y estos males se manifestarán de una manera u otra.
Israel, particularmente, fue una teocracia, una sociedad donde Dios mismo diseñó sus leyes y principios (Nehemías 9:13; Deuteronomio 4:8). ¿Aseguró esto que Israel llegara a ser una nación modelo? ¿Impidió que cayeran en la corrupción? No y no. Dios mismo deja en claro que no fue falta de cuidado externo de Su parte, sino la realidad de la maldad en el corazón de las personas, la que provocó la caída de este país especial dentro de toda la Tierra (Isaías 5:1-7). El problema no fue político, sino humano. Si esto ocurrió en una nación con leyes divinas, ¿por qué deberíamos esperar algo mejor en naciones con leyes humanas?
Esta realidad probablemente es la razón por la cual Jesús, aún con todo lo que vimos en el punto anterior, no dio una importancia central a las problemáticas sociales de Su época. Lo vemos aprobando el impuesto pagado al imperio opresor (Marcos 12:14-17), comentando un asesinato del procurador romano sin denunciarlo (Lucas 13:1-3), enseñando a Sus discípulos a no oponer resistencia al abuso (Mateo 5:39-41), entablando relaciones con los que cobraban excesivamente al pueblo (Mateo 9:10; 11:19), almorzando con la "elite" religiosa (Lucas 7:36), aceptando una ofrenda costosa que podría haber sido dada a los pobres, al menos en teoría (Marcos 14:3-7) y negándose a ser convertido en un líder, a pesar de todo el bien que podría haber sido hecho a favor de la gente con Su poder (Juan 6:15). ¿Es este el perfil de un revolucionario o un reformador social? Cuesta creerlo. Finalmente, podría esperarse que un gran activista por los derechos humanos muera a manos de líderes opresores, pero ¿cuántos de ellos han sido condenados a muerte por la voluntad del mismo pueblo al que ayudaron? (Lucas 23:13-25). No, me parece que Jesús no cuadra con el prototipo de reformador social. Esta causa, aunque importante, no fue el centro de Su vida.
La meta de Jesús no era ser reconocido como un activista por los derechos humanos ni como un gran maestro de moral. Su mirada estaba en el problema de fondo. Su preocupación fue la condición espiritual de las personas, más que su estatus social o económico. Su misión, la cual se refleja en Su nombre, era traer la solución definitiva al pecado, al origen de toda la maldad (Mateo 1:21). Era ser el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Juan 1:29), el Siervo que vino para ser herido por nuestras rebeliones (Isaías 53:5-6) y dar su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28). La obra de Dios no era reformar la política del primer siglo, era que la gente creyera en Aquel que Él había enviado para la salvación de ellos (Juan 6:29). El sacrificio en la cruz hizo posible una nueva era en la que Dios cambiaría el corazón de las personas (Jeremías 31:33-34; 32:39-40) transformando sus pensamientos y acciones (Ezequiel 36:26-27; Efesios 4:23-24; Colosenses 3:9-10). Esa revolución, esa reforma de Jesús, la que opera desde adentro hacia afuera, es la acción definitiva en contra de la injusticia y a favor del bienestar del mundo.
¿Qué hacemos entonces?
Tratar de ignorar la importancia de los movimientos sociales y de la ayuda al prójimo ocultándonos detrás de la fe, es ser como el sacerdote y el levita en la parábola del buen samaritano, a quienes únicamente les importaba la creencia, pero no las acciones que la acompañan (Lucas 10:31-32). "No te niegues a hacer el bien si tienes poder para hacerlo" señala el autor de Proverbios (3:27), mientras que el apóstol Santiago nos advierte que "la fe sin obras está muerta", y que de nada sirve enviar a las personas con bendiciones en los oídos si no hacemos nada concreto por ellas (Santiago 2:14-17). Podríamos multiplicar los ejemplos, pero la enseñanza es clara: nuestra fe y amor por el Señor se demostrará en nuestra forma de tratar a nuestro prójimo, y en nuestro interés por su vida en este mundo.
Por otro lado, debemos cuidarnos de convertir esta búsqueda de justicia y bienestar en otro Evangelio, o en el centro del Evangelio, porque no lo es. Una vez más: el problema de la maldad en el mundo no es político ni económico, sino profundamente espiritual. La injusticia y la opresión son síntomas de la existencia del pecado, y sólo terminarán cuando el pecado sea extinguido. Dedicarnos de lleno, por ende, a resolverlo mediante los movimientos sociales es un esfuerzo útil, pero limitado: mejoraremos en un cierto grado la calidad de vida de las personas aquí y ahora, pero sin el mensaje de salvación del Evangelio todo será en vano, pues el hombre existe para una eternidad, no sólo para este breve paso por la Tierra. Sí, apoyemos cada forma legítima de ayuda y defensa del prójimo, pero no pongamos nuestra fe en ellas. De nada servirá que las multitudes estén satisfechas y la comida sobre, si terminan ignorando al Pan de Vida como aquella vez en Capernaum (Juan 6:66).
¿Qué hacemos, entonces? Actuamos, pero lo hacemos desde la fe. Hacemos lo que sea posible por traer el Reino de los cielos a la tierra, pero sin olvidar que la ruta más directa para que la ética del Reino se manifieste aquí y ahora es llamar a la gente a formar parte de él. Partimos el pan con los necesitados, pero sin perder de vista la predicación y la enseñanza, tal como los primeros cristianos (Hechos 2:42; 6:2-4). La acción social es tremendamente necesaria, pero la transformación interna por el Evangelio es la inversión más segura, y el camino que el Maestro prefirió. Creo que vale la pena apostar por esa misma forma de hacer las cosas.
A menos de que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera Contemporánea (RVC)
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