8 de noviembre de 2022

El Criterio de la Riqueza Verdadera


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Mi padre cuenta de una ocasión en que, siendo estudiante universitario, se quedó dormido para asistir a una evaluación. Llegó tarde a la sala, pero rápidamente se sentó en uno de los puestos libres, miró que la pizarra contenía dos listas de preguntas, copió en su hoja la lista que le debería corresponder a su fila, y respondió la prueba. Siendo una de sus asignaturas favoritas y en las que tenía bastante dominio, estaba seguro de tener la mejor nota cuando entregó la hoja con todas las preguntas respondidas correctamente. Sin embargo, se llevó una gran sorpresa a la hora de recibir el resultado: había sacado la nota mínima. Fue a pedir una explicación al profesor, ya que él estaba seguro de haber respondido bien toda la evaluación. ¿Cuál había sido el problema? Las evaluaciones estaban asignadas de modo que a cada alumno le correspondía una lista específica, y aunque él había respondido perfectamente la evaluación de la fila “A”, a él le correspondía la evaluación “B” y bajo ese criterio, ninguna de las respuestas era correcta. Las mismas respuestas que eran una nota perfecta para unos, era la nota mínima para los otros.

En la Biblia, Dios nos presenta una situación que es muy similar a esta, pero que tiene relación con la forma, o el criterio, con el que evaluamos nuestras vidas. Si prestamos atención, quizás podamos corregir lo que ante nuestros ojos parece una excelente forma de vivir, pero que bajo el criterio de Dios no es tan buena como pensamos.


Una iglesia exitosa… aparentemente


El libro de Apocalipsis nos relata el triste caso de la iglesia de Laodicea en Asia Menor, que había caído en un problema de criterio muy parecido. En Apocalipsis 3:17-18 leemos el mensaje que el Señor le dirige a la congregación por medio de Juan :

Tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas

¿Cuál fue el problema? La historia nos dice que esta ciudad era un centro comercial y administrativo muy próspero. Laodicea era famosa por sus bancos, su industria textil y su escuela de medicina [1]. Tal parece que esta sensación de satisfacción se había contagiado a la iglesia, cuyos miembros se jactaban de lo bendecidos que eran. Por algún motivo, llegaron a creer que esta riqueza material, cultural e intelectual que tenían era el reflejo de una riqueza espiritual. Sin embargo, aquí vemos cómo Jesús les rompe la ilusión, y les deja ver el panorama real: de nada le servía a esta congregación su prosperidad y bienestar si lo que había más allá de lo visible, en el interior, era bancarrota espiritual. Ellos creían tener una vida plena, pero estaban utilizando un criterio equivocado para evaluarse.


Un problema de mentalidad


Lo que hace de esta confusión un riesgo tan serio es que, como seres humanos, la tenemos a flor de piel. Dios nos dio sentidos para conocer, experimentar y navegar el mundo natural, y por medio de ellos distinguimos todos los días las señales de lo bueno y lo malo. Por lo tanto, es casi instintivo para nosotros pensar en que nuestra vida espiritual está bien si hay señales externas positivas, como gozar de la abundancia de algo que nos gusta, cumplir un objetivo o sentir un alto grado de satisfacción o de tranquilidad. Por ejemplo, este mismo criterio basado en lo externo es el que llevó al profeta Samuel a pensar que el hermano de David era un buen candidato para rey porque era alto y tenía buen aspecto (1º Samuel 16:6–7). La lógica es simple: Buenas señales externas parecen ser sinónimo de buena condición interna. Esta asociación es tan básica que la misma sabiduría popular tiene un refrán para advertirnos de no abusar de ella: “no juzgues a un libro por su cubierta”.

Es esta tendencia humana de evaluar la vida con nuestro criterio natural lo que eventualmente nos lleva a la situación de los creyentes de Laodicea. Nos encontramos alcanzando las metas que nos hemos propuesto, captando la atención de nuevas personas, obteniendo esas cosas que siempre quisimos tener, recibiendo más reconocimiento, gozando de mejor salud, de más tranquilidad o de una mejor situación financiera. ¿Cuál es la conclusión de nuestro criterio natural? Que somos bendecidos, obviamente. Que estamos haciendo las cosas bien en la vida cristiana, y que -en consecuencia- estamos recibiendo la aprobación de Dios. Incluso tenemos nuestra base bíblica: recordamos confiadamente las promesas dadas por Dios a Israel: “Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios" (Deuteronomio 28:2) y nos sentimos capaces de declarar junto con David en el Salmo 23: “Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida" (Salmo 23:5-6). Nuestros éxitos, nuestra “copa rebosante”, debe venir del favor del Señor sobre nosotros.

Sin embargo, el caso de Laodicea debería hacer que nos detengamos seriamente a reflexionar. ¿Es posible disfrutar de éxitos y bendiciones, y al mismo tiempo, no estar espiritualmente bien? Una lectura amplia de la Biblia nos va a decir que es perfectamente posible. En los Evangelios, por ejemplo, ya podemos escuchar fuertemente la voz de Jesús dándonos una advertencia importante en este sentido: “La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15). La aplicación específica aquí es sobre el área financiera, pero el principio es válido para todas las cosas de las que hemos hablado. Nuestro criterio natural puede engañarnos: la abundancia de lo externo no significa abundancia de vida. Podemos estar construyendo abundancia visible ignorando nuestra vida interior, como los creyentes de Laodicea. Podemos ser como la semilla de la parábola, creciendo rápido, pero sin raíces profundas que nos sustenten en el futuro (Mateo 13:5). Incluso es posible llegar al lamentable estado de los fariseos, mostrándonos exteriormente bien, pero en el fondo viviendo en bancarrota espiritual. Más aún, salmistas y profetas se dieron cuenta que incluso un impío puede disfrutar de períodos de éxito y aparente bendición (Salmo 73:3–7; Jeremías 12:1), de modo que estas cosas claramente dejan de ser un criterio apropiado para saber nuestra condición espiritual real. No podemos evaluar la plenitud de nuestra vida sólo por las bendiciones que disfrutamos o los bienes que poseemos. Podemos ser ricos en proyectos, ricos en posesiones, ricos en experiencias, ricos en conocimiento y en bienestar, pero -como Laodicea- ser miserables en el sentido que más importa.


¿Donde está la verdadera riqueza?


Más de una vez, el conocido pastor Adrian Rogers le preguntó a sus oyentes: "¿Quiere usted saber cuán rico es? Sume todo lo que posee que el dinero no pueda comprar, y que ni la muerte ni el desastre puedan llevarse, y entonces sabrá cuán rico es." [2] A la luz de lo que hemos reflexionado hasta ahora, es claro que el pastor Rogers tiene un buen punto: la verdadera riqueza no puede estar en ninguna de estas cosas que caen dentro de nuestro criterio natural, porque -como hemos visto- las podemos tener y seguir siendo pobres. ¿Qué nos queda entonces? La respuesta es muy antigua. Jeremías, por ejemplo, anunciaba siglos antes de Jesús cuál era el mayor tesoro que una persona podía poseer:

"No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová” (Jeremías 9:23–24).

Cuando hablamos de riqueza verdadera, Dios nos dirige a Sí mismo. Aunque Laodicea, como ya dijimos, era un lugar de abundancia en cuanto a lo financiero, a la industria textil y al conocimiento médico, Jesús les dice a ellos que deben buscar la verdadera riqueza en Él mismo: “...Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado [...] para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y [...] colirio, para que veas” (Apocalipsis 3:18). Fue el mismo Señor, en las palabras de Pablo, quién vino para darnos esa clase de riqueza verdadera que va más allá de lo externo: “por amor a [nosotros] se hizo pobre, siendo rico, para que [nosotros] con Su pobreza [fuésemos] enriquecidos” (2 Corintios 8:9). Es la comunión con Él, Su amistad, Su compañía, lo que le da verdadera plenitud a la vida humana, lo que llena realmente nuestro interior. Más aún, la Biblia declara que cuando vivimos la clase de vida que Él nos impulsa a vivir, también podemos experimentar esa plenitud que viene de Él. Tal como notamos en el Salmo 1 y en el Sermón del Monte (Mateo 5:1–12), vivir la vida de acuerdo a Su voluntad y de acuerdo a Sus prioridades nos hace “bienaventurados”, nos hace felices y benditos.

Este criterio de riqueza verdadera es tan poderoso que -incluso si no tuviéramos nada más- el tener una relación personal con Jesús y vivir la vida siguiéndolo a Él nos haría verdaderamente plenos. ¿Cómo podemos saber eso? Lo sabemos porque es el testimonio constante de aquellos que pasaron por circunstancias difíciles, pero tenían al Señor con ellos. La iglesia de Esmirna, a diferencia de su congregación hermana de Laodicea, no la estaba pasando bien: estaban experimentando presiones sociales, dificultades económicas y hostilidad de parte de la gente de su ciudad. Pero ¿qué les dice el Señor? “Yo conozco [...] tu pobreza (pero tú eres rico)" (Apocalipsis 2:9). No había prosperidad, ni comodidad, ni éxito, pero a los ojos del Señor estos creyentes eran verdaderamente ricos. Lo mismo podían decir Pablo y los apóstoles: aún frente a todas las dificultades que experimentaban por causa de Cristo, tenían en sí mismos una plenitud y una riqueza que nadie les podía quitar:

"Nos recomendamos en todo como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias; en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos [...] como desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, mas he aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo.” (2 Corintios 6:4-5; 9-10).

Buscando la verdadera riqueza en nuestra vida


A la luz de esta verdad, ¿qué cosas deberían cambiar en nuestra vida? Podemos pensar por lo menos en dos aspectos principales: cómo evaluamos, y cómo invertimos.

La primera y más directa aplicación de saber distinguir la riqueza visible y la verdadera, es que nuestro criterio para evaluar la condición de nuestra vida debería cambiar. Sin duda es agradable alcanzar nuestras metas, obtener un poco más de comodidad o poder adquirir cosas que siempre hemos querido, pero si eso es lo único positivo que tenemos en nuestra vida, o peor aún, si hemos conseguido estas cosas a expensas de nuestra relación con Dios, de nuestra obedencia, nuestra integridad, el amor hacia nuestra familia o nuestro prójimo, entonces -por más que lo parezca- no estamos bien. Por más que seamos reconocidos ante los ojos de todo el mundo, eso no cambiará en lo más mínimo el hecho que realmente tenemos las manos vacías. Por eso, un cambio de criterio es absolutamente necesario. Haz de la “contabilidad espiritual” una costumbre; y en vez de sumar tus metas alcanzadas, tus posesiones y tu bienestar, suma todo lo que Dios considera verdadera riqueza. De hecho, toma unos segundos ahora para hacer este ejercicio ¿Cómo se ve tu vida bajo este criterio? La satisfacción que a veces sientes, ¿viene finalmente de tener una riqueza visible, o de tener la riqueza verdadera?

Como resultado de cambiar nuestro criterio natural por el criterio de Dios, no es sorpresa que descubramos escasez en ciertas áreas de nuestra vida. Por lo tanto, una segunda aplicación de esta verdad es que ella debería impulsarnos a invertir más de nosotros en conseguir esta clase de riqueza verdadera. Vale la pena aclarar que todo lo que hemos hablado no implica que debamos optar por la vida de un monje, y desprendernos de todo lo que cae dentro del criterio de “riquezas visibles”. Después de todo, muchas de estas cosas son bendiciones que Dios mismo ha provisto legítimamente para el bien de los seres humanos (ver, por ej. 1 Timoteo 6:17) e incluso para el avance de Su Reino. No obstante, si la verdadera riqueza está en otro orden de cosas, ¿no sería necesario invertir tanto o más de nuestros recursos en esta segunda categoría? Piensa en esto: ¿se ve ese equilibrio en tu vida? ¿Para dónde va la mayor parte de tu energía, tiempo y dinero? ¿Se ocupa en obtener riquezas visibles o verdaderas? ¿Cuánto de ti se invierte en lograr, en comprar, en superarse, en prosperar? Y en comparación, ¿cuánto de ti gastas en orar, en meditar, en servir, en amar?

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Dios permita que no nos haga falta un “momento de la verdad” como le sucedió a Laodicea, para darnos cuenta de que todas nuestras riquezas son solamente visibles, y que en realidad somos miserables en lo que más importa. Si no lo hemos hecho aún, decidamos el día de hoy buscar en Jesús la verdadera riqueza, la vida en abundancia, lo que realmente llena.





Notas

[1] George Beasley-Murray, «Revelation», en New Bible Commentary: 21st Century Edition, eds. D. A. Carson er. al, 4th ed. (Leicester, England; Downers Grove, IL: Inter-Varsity Press, 1994), p. 1432.

[2] Adrian Rogers, "Evaluating True Riches (August 9)”. OnePlace.com. https://www.oneplace.com/ministries/love-worth-finding/read/devotionals/love-worth-finding/love-worth-finding-august-9-11696833.html


A menos de que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera 1960 (RVR60)
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