19 de agosto de 2016

¿Con Quién Está Tu Lealtad?


[Tengo el privilegio de poder servir de vez en cuando como predicador en mi iglesia local y en otros lugares. Después de pensar durante un tiempo qué tal sería compartir los mensajes a través del blog, llegué a responderme '¿Y por qué no?' Por eso, les dejo la reflexión de este domingo recién pasado, esperando que este nuevo espacio sea de edificación para ustedes]

"Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido? De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra." (Lucas 12:49-53)

Lo que Jesús vino a traer


En un capítulo con lecciones variadas sobre la preocupación y el estar vigilantes esperando el regreso del Señor, Lucas incluye este pasaje que leemos hoy. El texto comienza con Jesús hablando sobre lo inminente y lo angustiante que es su sacrificio en la cruz, tanto así que a Él le gustaría que ya todo hubiera pasado. (Este punto queda más claro cuando consideramos que la traducción de los vv. 49-50 en las demás versiones bíblicas es distinta y le da más claridad al pasaje. Por ejemplo, en la traducción Reina Valera Contemporánea (RVC) el texto dice "Yo he venido a lanzar fuego sobre la tierra. ¡Y cómo quisiera que ya estuviera en llamas! Hay un bautismo que debo recibir, ¡y cómo me angustio esperando que se cumpla!").

Pero el pasaje sobre el que reflexionaremos específicamente comienza en el v. 51, donde encontramos lo que probablemente fue una de las enseñanzas menos populares de Jesús. En contraste con la esperanza de Israel de que el Mesías traería un reinado de paz y seguridad que no tendría límites, Jesús les anuncia que Su venida trae disensión, o división, una división tan intensa que impacta incluso los lazos humanos más fuertes, que son los de la familia. "De ahora en adelante", dice el Señor, "habrá división entre las personas, incluso entre quienes habitan en la misma casa".


El estándar de la vida cristiana


Aunque a través de las enseñanzas del Nuevo Testamento tenemos la certeza de que el reino de paz y justicia eterna que Israel esperaba se cumplirá cuando el Señor regrese en gloria, a algunos de nosotros puede que aun nos sorprendan estos dichos de Jesús. ¿Cómo alguien que es el Príncipe de Paz puede haber venido a traer división?

En particular, es extraño pensar que los cristianos seamos llamados a participar de esta división entre las personas (pues ya que Jesús es la causa del conflicto, es natural llegar a la conclusión de que una de las dos partes involucradas somos nosotros, los que creemos en Él). Cuesta comprender que debamos ser agentes de división especialmente al considerar la forma en que el Nuevo Testamento habla de cómo debe vivir un creyente en Cristo. Por ejemplo, encontramos que nuestro carácter debe caracterizarse por lo que llamamos el fruto del Espíritu, el cual incluye las cualidades del amor, la bondad, la amabilidad y la paz (Gálatas 5:22). Pablo nos llama a que, en cuanto dependa de nosotros, estemos en paz con todos los hombres (Romanos 12:18). Pedro señala que los cristianos deben contar el afecto fraternal y el amor entre sus virtudes (2 Pedro 1:5-7). ¡Incluso Jesús mismo bendice a los pacificadores y habla de la importancia de perdonar y tener misericordia con otros (Mateo 5:7,9, Lucas 6:37; 10:25-37)!

Si hay alguien que debe ser reconciliador, amable y compasivo, esos debemos ser nosotros, los que recibimos la gracia sublime de Dios y siendo pecadores, fuimos amados, perdonados y justificados. ¿Cómo entonces podemos conformarnos y entender que Jesús haya venido a traer división, y que nosotros seamos parte de ella?


La excepción a la regla


Podemos encontrar la respuesta a esta pregunta cuando entendemos que dentro de este estándar de vida cristiana hay excepciones, ocasiones en las cuales sí es legítimo -algunas veces, incluso necesario- entrar en conflicto, y aceptar que se produzca una división. ¿Por qué? Porque el mensaje del Evangelio tiene una naturaleza decisiva: requiere que uno tome una decisión, y esa decisión trae como consecuencia una vida distinta y en ocasiones opuesta a la que llevan los demás.

Jesús nunca fue tímido al enfatizar que las personas debían tomar esta clase de decisión crucial con respecto a Él y a Su mensaje. Juan registra las famosas palabras de Jesús al apóstol Tomás: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6). Mi padre acostumbra a decir que en estas palabras, el Señor se muestra como alguien exclusivo (Sólo Él) y excluyente (nadie más que Él), y yo estoy de acuerdo. Mateo también recuerda a Jesús diciendo "El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama" (Mateo 12:30). A través de los Evangelios, encontramos constantemente comparaciones y contrastes entre aquellos que siguen a Cristo, y aquellos que no, para intentar comunicarnos que esta división existe, y es inevitable. Todo el Nuevo Testamento nos muestra esa realidad incómoda de que sólo existen dos reinos espirituales, sólo dos formas de vivir la vida marcadas por la decisión que presenta Jesús, y que no hay terreno neutral. Es natural, y hasta necesario, que existan divisiones.

El Señor no profundiza tanto en el tema como para que sepamos a qué clase de divisiones se refiere, pero a la luz de su propia enseñanza, podemos ver que el perfil de un cristiano contrasta en muchos aspectos con el de las demás personas, y esto tiene el potencial de causar divisiones. Por ejemplo, un cristiano tiene un propósito distinto en la vida, cuyo centro es Jesús. Tiene un sistema de valores distinto, el del Reino de Dios, que casi siempre va en contra de la corriente de la vida actual; un Reino donde llorar garantiza el ser consolado; donde ser pobre en realidad es ser rico y perderlo todo por la causa de Cristo equivale a ganarlo todo; donde ser servidor significa ser grande, donde las cosas relevantes se hacen en secreto, y donde ser perseguido e insultado es casi como recibir una bendición (Mateo 5:3-4, 43-44; Mateo 20:25-27). Un cristiano además posee un comportamiento distinto, el cual contrasta con el del resto de la sociedad de la misma forma en que una luz brilla en la oscuridad (Mateo 5:15-16).

Como podemos ver, para un cristiano el causar división es algo inevitable. Aunque la misma Palabra de Dios nos llama a mantener un carácter pacífico, lleno de amor y compasión, hay un punto en que nuestra forma distinta de vivir producirá roces, diferencias y eventualmente divisiones con los demás, inclusive -como lo dice Jesús- con los de nuestra propia familia.


Abracemos la división (cuando sea necesario)


En un plano más personal, quizás ustedes sean como yo, y tengan el deseo de llevarse bien con todos quienes los rodean, compañeros de trabajo o de estudio, amistades y familia. Después de todo, este deseo de ser aceptado y de ser querido parece ser algo natural en nosotros como seres humanos. Sin embargo, aquí es donde el pasaje comienza a meternos en problemas, porque nos golpea con la realidad de que agradar a todas las personas en todos los aspectos no es posible. El Evangelio requiere que tomemos decisiones y que sigamos un camino que en algunas partes va a estar en oposición directa con el pensamiento y el comportamiento de otras personas. Jesús vino a traer división, y eso es una experiencia inevitable para alguien que quiera serle leal a Él.

Considerando que el hacer lo correcto, o decir la verdad, o no transar nuestros valores cristianos nos puede traer la crítica, la oposición y el enojo de amigos o familiares, resulta tentador minimizar estos puntos de conflicto. Pensamos que si logramos pasar desapercibidos como cristianos, podremos mantener en buenas condiciones nuestras relaciones personales y pulir esa imagen positiva que nuestros cercanos tienen de nosotros. Sin embargo, Jesús nos señala categóricamente que como cristianos no tenemos esta opción. En el pasaje paralelo de Mateo, en lo que quizás es uno de Sus discursos más fuertes, Jesús lo reduce todo a un asunto de lealtad:

"No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí" (Mateo 10:34-39).

Para Jesús, el tratar de quedar bien con colegas y amigos transando nuestras convicciones cristianas está totalmente fuera de discusión, porque incluso el intentar agradar a nuestros seres más queridos está por debajo de la lealtad y el amor que le debemos a Él.

En términos prácticos, esto significa que aunque no nos gusten las divisiones, las abrazamos por lealtad a Jesús. Que en el trabajo, o en los estudios, o en el grupo de amigos somos capaces de seguir llevando una vida cristiana aunque esto traiga miradas incómodas y ofendidas sobre nosotros. En términos prácticos, esto significa que llegado el momento, podemos decir a nuestra esposa(o), padre o madre, hijo(a), o cualquier otro familiar, "te amo, pero no puedo hacer lo que tú me dices/lo que tú me pides/no puedo seguir tu ejemplo en esta situación, porque mi lealtad está con Dios primero".

El llamado de este día parece ser algo desalentador, al recordarnos que la vida cristiana inevitablemente incluye estos desencuentros, estas divisiones con otras personas por causa de lo que creemos. Sin embargo, podemos ver en cada uno de estos conflictos una oportunidad para demostrarle a nuestro Salvador el amor y lealtad que le tenemos.




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