23 de agosto de 2023

Dios Quiere Involucrarnos


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Circula por internet la historia de un grupo de estudiantes de Alemania, quienes después de la Segunda Guerra Mundial se ofrecieron como voluntarios para reconstruir una catedral severamente dañada. El relato señala que encontraron una estatua de Jesús, con brazos extendidos y las palabras “Vengan a mí” inscritas en ella, a la cual le faltaban ambas manos. Puesto que resultó imposible volver a pegar las manos, decidieron no ponérselas, y en lugar de eso, cambiaron la inscripción por una que decía: "Cristo no tiene otras manos que las nuestras".

No estoy totalmente de acuerdo con el mensaje que transmite esta historia. Después de todo, una de las principales enseñanzas que se pueden destilar de la Biblia es que, precisamente, Dios no necesita a nada ni a nadie para ser Dios, ni para hacer lo que Él quiere hacer en el mundo. Jesús sí tiene manos propias, y son bastante poderosas, de hecho. No obstante, hay otra cara de la moneda, otro aspecto, en el cual esta inscripción sí expresa una verdad bíblica, una verdad que tiene implicaciones muy prácticas para nuestra vida.


Una historia entre Dios y las personas


Esta verdad es que, aunque Dios tiene Sus propias “manos” con las cuales interviene en el mundo directa y sobrenaturalmente, toda la Biblia nos enseña que Él tiene un interés especial en involucrarnos en Su historia, en contar con la participación humana -nuestras “manos”- para llevar a cabo Sus planes.

En Génesis, por ejemplo, Dios le da el Edén a Adán y Eva, pero lejos de dejarlos en un estado bendecido y reposado durante toda la eternidad, les encarga a ponerle nombres a los animales que ha creado, y a labrar y cuidar el huerto (Génesis 2:15, 19). Dios desea proveer y hacer crecer a la familia de Jacob, pero en vez de hacerlo milagrosamente en el desierto (como en el Éxodo), Él utiliza a José para entregarles los recursos y la hospitalidad de Egipto (Génesis 50:20-21). Más tarde, Dios va a sacar a Su pueblo de la esclavitud bajo esta nación, pero aunque habla de descender y actuar Él mismo, elige a Moisés para que sea el libertador de ellos (Éxodo 3:7-8, 10). Dios también le da la Tierra Prometida a Israel, pero lejos de tomarlos y establecerlos directamente en ese lugar, los lleva por un camino donde ellos tendrán que luchar y conquistar; donde -a pesar de que Dios actuaría sobrenaturalmente para dar la victoria- el pueblo iba a tener que entrenarse en la guerra, y presentarse en el campo de batalla. Moisés levantaría las manos como representante del poder de Dios en la batalla, pero Josué y el resto del ejército tendría que combatir (Éxodo 17:9-13). A veces el poder de Dios se manifestaría en prodigios increíbles como mantener el sol en el cielo (Josué 10:12-14), o hacer caer los muros de Jericó (Josué 6:2-5), pero era Israel el que debía hacer su parte marchando y peleando las batallas para conquistar. “Mira que te mando a que estés quieto y confiado… porque Jehová tu Dios estará contigo” no fue el mandato de Dios a Josué; al contrario, aunque Dios sí estaría poderosamente con Josué dondequiera que fuera, Su llamado para él fue a esforzarse y ser valiente (Josué 1:9). Los ejemplos del AT podrían continuar con los jueces Gedeón y Barac, el rey David, la reina Ester o el profeta Isaías [1], por nombrar algunos.

Este patrón donde se unen la acción de Dios y las acciones de las personas continúa en el NT, especialmente en el libro de Hechos, donde Jesús, luego de ascender, sigue obrando en el mundo por medio de las acciones de Sus apóstoles y Su Iglesia. Pedro hace milagros porque Jesús está vivo y exaltado (Hechos 4:9-10), y los milagros de Pablo son los milagros que Dios mismo hace por medio de él (Hechos 19:11) [2]. Más aún, la actividad de Dios no se restringe al respaldo sobrenatural sobre unos pocos individuos, sino que en Su plan son los creyentes en general -como un gran ejército- los que después de la Ascensión del Señor continúan Su misión, extiendendo el Reino de Dios en la tierra por medio de su comportamiento y su testimonio (Mateo 5:13-16) [3]. En las Epístolas veremos una y otra vez a los apóstoles enseñando sobre el papel crucial que juega la Iglesia en los planes de Dios [4], hasta que al llegar a Apocalipsis, nos encontramos con la idea de que los creyentes estamos involucrados en la batalla cósmica de Dios contra el mal, y participaremos de Su victoria final (Apocalipsis 12:17) [5].


Dios está interesado en involucrarnos


Aunque esta ha sido una revisión muy rápida, el principio ya debería aparecer más o menos claro delante de nosotros: aún cuando Dios tiene un propósito en la historia, y a pesar de que Él siempre ha tenido el poder para llevarlo a cabo, por alguna misteriosa razón Él constantemente se complace en involucrar a las personas que creen en Él (y a veces, ¡incluso a los que no creen!), para cumplir Sus propósitos y manifestar Su poder por medio de ellas. Un curioso ejemplo de esta verdad lo encontramos en el libro de Hechos, en el episodio en que Pablo está siendo llevado prisionero a Roma por vía marítima, y su barco queda a la deriva luego en medio de varios días de tormenta (Hechos 27:17-20). En cierto punto, Pablo anima a la tripulación al recibir una revelación de Dios de que todos se salvarían (Hechos 27:21-24). Sin embargo, cuando algunos marineros sospechan de que están cerca de tierra firme y buscan escapar, Pablo advierte que sin estos miembros de la tripulación, no habrá salvación para los pasajeros (Hechos 27:27-31). La salvación de la gente había sido garantizada por Dios, pero involucraba la cooperación de los marineros de la nave. El plan celestial contaba con ellos.

De esta manera, nosotros las personas muchas veces somos la acción de Dios y el medio por el cual Él ejecuta Sus planes en el mundo. Esta interacción es misteriosa y asombrosa, pero real: el Dios que conoce toda la historia hasta su final y que lleva a cabo soberanamente Su voluntad en todo lo que pasa, lo hace a través de nuestras decisiones, omisiones, iniciativas, palabras y acciones voluntarias. Esta verdad por sí sola ya elimina esa mentira diabólica de que nuestra vida no tiene sentido, valor ni importancia; muy por el contrario, lo que nosotros pensamos, nos proponemos, decimos, hacemos y dejamos de hacer importa en un sentido mucho más grande de lo que podríamos imaginar. No es algo reservado sólo para creyentes especiales con grandes ministerios y posiciones privilegiadas: Dios ha trazado Su plan con cada uno de nosotros en mente, a tal punto que la simple decisión de un niño de compartir su almuerzo (Juan 6:9) puede tener un impacto histórico.


Confianza desbalanceada


El darnos cuenta de este papel importante en los planes de Dios nos debe llevar a una actitud de confianza balanceada. ¿Por qué balanceada? Porque en nuestra época moderna, muchas veces lo que nos hace falta es un poco más de confianza en la participación y la soberanía de Dios en la historia del mundo, saber que Él está en control de todo lo que nos ocurre y que Él interviene en nuestra vida para Sus propósitos de bien (Romanos 8:28). Esto es lo que llamamos la providencia de Dios. Descansar en esta providencia de Dios es algo necesario; imprescindible, de hecho. Cuando podemos ejercer esta confianza, esto trae una increíble bendición, especialmente para aquellas personas que sienten la necesidad de controlarlo todo, estar presentes en todo, estar preocupadas de todo y activas en todo. La providencia de Dios nos recuerda que el destino del mundo, de nuestra familia, de nuestros proyectos, no depende finalmente de nosotros, sino de Dios. Podríamos gastar nuestras fuerzas por completo intentando alcanzar un objetivo, pero si éste no está contemplado en la voluntad de Dios, todo será en vano (Salmos 127:1-2).

No obstante, el otro lado del balance es necesario porque constantemente caemos en el error de descansar desmedidamente en la providencia de Dios. Dejamos de participar en Sus planes, y dejamos de hacer las cosas que Él desea que hagamos porque confiamos que Él se hará cargo de todo. El problema es que al hacer esto, estamos ignorando lo que la Biblia nos enseña sobre nuestra responsabilidad y nuestro privilegio de participar en los propósitos de Dios.

Un ejemplo de esto son aquellos momentos en que -como confiamos en que Dios está en control- no oramos para pedir bendición ni dirección para nuestro día, siendo que quizás Dios tiene pensando proveer estas cosas en una forma especial sólo cuando oremos por ellas. “Pidan, y se les dará, busquen, y encontrarán, llamen, y se les abrirá” enseñó Jesús (Mateo 7:7, RVC). “Pero [ustedes] no obtienen lo que desean, porque no piden”, añade el apóstol Santiago (Santiago 4:2, RVC).

El lado más serio de este desbalance, no obstante, es el que mostramos cuando nuestro descanso desmedido en la providencia de Dios no se debe simplemente a una despreocupación inocente, sino a un deseo de comodidad y una falta de devoción. Es lamentable, pero esta confesión expresada en la letra de un antiguo himno se aplicaría muy bien para algunos de nosotros:

Si por la vida quise andar en paz
Tranquilo, libre y sin luchar por ti
Cuando anhelabas verme en la lid
Perdón Señor


Vivimos de esta manera cuando oímos de una situación compleja que alguien enfrenta, y nuestra reacción es simplemente despreocuparnos, diciendo “que sea lo que Dios quiera”, o “que se haga la voluntad de Dios”. Dejamos el asunto a cargo de Dios, cuando en realidad estas expresiones (aunque suenen espirituales) son excusas para ocultar nuestra falta de fe (cuando no creemos que Dios pueda intervenir en esa situación), o nuestra incapacidad de perseverar en la oración, o nuestra poca voluntad de servir o ayudar a la persona en su problema. Ignoramos el hecho de que “lo que Dios quiera” y “la voluntad de Dios” pueden realmente estar definidas por lo que hacemos o lo que dejamos de hacer.

De igual manera, podemos desearle bendiciones a las personas que están en necesidad u ofrecerles orar por ellas, cuando en realidad tenemos la capacidad de hacer algo concreto proveyendo para ellas y supliendo lo que les falta, en una forma peligrosamente similar a la que nos describe el apóstol Santiago (Santiago 2:15–16).

Situaciones como estas nos demuestran claramente que descansar en la providencia de Dios, aún siendo algo necesario y bueno en sí mismo, puede llegar a convertirse en algo negativo cuando lo hacemos como una excusa para no involucrarnos, como un sustituto de los pasos y las decisiones que Dios desea que tomemos.


Llamados a ser parte del plan de Dios


¿Qué hacemos, entonces? Si queremos responder a esta verdad bíblica, debemos comenzar a examinar nuestra vida, para pensar en qué situaciones Dios está esperando una respuesta de nuestra parte. En esta circunstancia que estás experimentando, ¿hay algún paso que debas dar? ¿alguna enseñanza bíblica que poner en práctica? ¿alguna decisión que debas tomar? ¿algún camino que debas evitar? ¿algún área en la que debas entrenarte, prepararte para estar listo? ¿algún motivo que deba estar en tus oraciones? En las distintas situaciones que vives actualmente ¿dónde podría estar Dios esperando que te involucres para hacer Su voluntad por medio de ti?

Quizás, a esa persona que ha perdido a un ser querido, podemos darle más que condolencias o palabras de consuelo. Quizás tenemos en nuestro poder proveerle el almuerzo de ese día, o cualquier otra forma de asistencia que en su situación es muy probable que pueda necesitar.

Quizás en cierto momento, y sin dejar de orar, sería bueno comenzar a ir al médico para tratar tus problemas de salud, o tomar decisiones concretas para cambiar a un estilo de vida más saludable. [6]

Quizás Dios quiere que te involucres, porque tú vas a ser la respuesta que Él ha provisto para la oración de otras personas. Esta exhortación es demandante, porque desafía nuestra comodidad. Es más fácil no tomar decisiones ni actuar, porque no nos cuesta nada dar un paso al lado y esperar que Dios se haga cargo “directamente”. Involucrarnos en los planes de Dios, por el contrario, va a pedir algo de nuestra parte. Cuando el buen samaritano de la parábola se involucró, esto le costó esfuerzo, tiempo, y dinero. Sin embargo, él fue el único que fue el prójimo del herido, el único que hizo la voluntad de Dios reflejada en el segundo gran mandamiento (Lucas 10:27-37, cf. especialmente Lucas 10:27 con Mateo 22:38-39). Ser parte de la voluntad de Dios no siempre es fácil, pero siempre es significativo; nuevamente, como nos enseña el niño en la alimentación de los 5000, Dios no sólo puede devolvernos con crecer lo que damos para Él, sino que puede convertir nuestra acción en algo más significativo de lo que jamás podamos imaginar.

Las aplicaciones que tiene esta verdad son muchísimas. No sabemos cuántos propósitos Dios ha planeado cumplir por medio nuestro, si nos disponemos a involucrarnos. La idea, sin embargo, no es pasarse al otro extremo del balance, volvernos locos en activismo, y desgastarnos como si el destino del mundo dependiera de nosotros, como si Dios -efectivamente- no estuviera en control. El llamado en el día de hoy es encontrar ese balance verdadero en el cual descansamos en la providencia de Dios, pero también tenemos la suficiente claridad espiritual como para reconocer cuándo Él espera una acción de nuestra parte, y nos disponemos en Sus manos para hacer Su voluntad.




Notas

[1] En el caso de Isaías, el mismo Dios que se revela como Aquel cuya gloria llena toda la tierra (Isaías 6:3), es el mismo que pregunta “¿A quién enviaré, y quién irá...?” (Isaías 6:8)

[2] Este énfasis está presente en el mensaje de Lucas, cuando él identifica a su Evangelio como el registro de las cosas que Jesús “comenzó” a hacer (Hechos 1:1), dando a entender a lo largo de Hechos que el Señor sigue actuando en el mundo por medio de Su Iglesia, potenciada por el Espíritu Santo (Hechos 4:29-30).

[3] Tal como observa la autora Jen Pollock Michel en su libro Teach Us To Want (Downers Grove, IL: IVP, 2014), el mensaje de salvación de Jesús no implica un enfoque exclusivo en una realidad celestial futura, que pone a los cristianos en una especie de pausa hasta que sean recibidos en el cielo. El Evangelio es admisión celestial, pero también misión terrenal: se trata de labores de toda clase, mediante las cuales hombres y mujeres bendicen el mundo y traen la cultura del cielo a la tierra.

[4] En la epístolas a los Efesios, por ejemplo, podemos ver ilustrado con gran detalle que la Iglesia es el cuerpo y la plenitud del Señor, por medio del cual Él manifiesta Su poder y sabiduría a Sus enemigos (Efesios 1:19–23; 3:10; 6:10-12).

[5] Desde este punto de vista, podríamos decir que las personas siempre hemos sido parte de este conflicto. Nuestro enemigo, Satanás, ha sido preservado con el propósito de ser vencido por Jesús, que es el descendiente de la mujer (Génesis 3:15); en otras palabras, es producto de un linaje humano. En vez de actuar directamente, Dios quiso usar la historia de una nación -Israel- y las vidas de una línea específica de personas, comenzando por Adán, Noé y Abraham, y pasando por David, José y María, para lograr Su propósito eterno.

[6] Pensando en un aspecto relacionado, esta verdad también le da sentido y propósito espiritual a nuestros trabajos “seculares”, porque si Dios utiliza personas y vidas para Sus propósitos, entonces cualquier trabajo es espiritual, cuando somos conscientes de que Dios obra en el mundo por medio de ellos. Las personas de la salud son las manos por medio de las cuales Dios sana a las personas; quienes trabajan en el campo son los medios por medio de los cuales Dios alimenta a las personas y provee para sus necesidades. Un trabajo tan corriente y práctico como el de un panadero es la respuesta a la oración “el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. La providencia de Dios significa que podemos hacer nuestro trabajo para la gloria de Dios, tanto como lo hace el ministro que predica y enseña la Palabra.


A menos de que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son tomadas de la versión Reina Valera 1960 (RVR60), y todas las citas desde fuentes en inglés han sido traducidas por el autor del blog
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